Carlos Murciano-Los Papeles Salvajes

Tribuna – Madrid – martes 26 de agosto de 2003 - ABC

Reencuentro con Marosa

Carlos Murciano - Escritor

RECUERDO, todavía, con claridad, la llegada a mis manos del primer libro de Marosa di Giorgio, allá por el año 1954: un puñado de poemas en prosa, pobremente editado, en papel ocre, basto. Su título: «Poemas». Su lectura me impresionó; la prosa —la poesía— de esta uruguaya (Salto, 1932) era un torrente desbordado de lirismo, de ternura, de apasionamiento; y era también como una música bravía, indómita, pero hermosa, llena de luz y color, altamente sugeridora. Un año después, la colección venezolana «Lírica Hispana» reeditaba estas páginas, con algunas otras inéditas, bajo el título común de «Visiones y poemas», y, a renglón seguido, veía la luz «Humo», «el más fiel retrato de mi médula, de mi sangre, de mi alma», al decir de su autora. En 1959, la misma serie caraqueña acogía «Druida» —«porque una de mis raíces es celta», aclaraba Marosa—, y en 1965, se publicaban, simultáneamente, «Magnolia» e «Historial de las violetas», libro este cuya escritura un jovencísimo Santiago Castelo, glosando en «Los domingos de ABC» la nueva poesía uruguaya (conservo ese artículo de fecha capicúa: 17.1.71), calificaba de «fascinadora y llena de ensoñaciones».

No cesó aquí, por supuesto, la labor creadora de esta poetisa subyugante, pero sus libros dejaron de llegar a España, al menos a mí, y salvo alguna entrega esporádica («La liebre de marzo», 1981), su producción fue afianzándose en la América hispana y olvidándose aquí. Y ahora, como un regalo inestimable, la sevillana A. Francia, cuya poesía siempre me pareció tener ciertas concomitancias con la de aquella, pone en mis manos los dos volúmenes que, editados en Buenos Aires por Adriana Hidalgo con el título de «Los papeles salvajes», recogen la poesía completa de Marosa di Giorgio, incluido «Diamelas para Clementina», libro inédito hasta la fecha; un gozoso reencuentro que despierta en mí memorias y admiraciones y me sumerge de nuevo en el ámbito insólito —en el mundo mágico— de esta impar creadora.

Silvio Mattoni, su prologuista, apunta que lo que hace Marosa es exponer «lo inimaginable por medio de imágenes»; y añade: «Si el título de un cuadro es un color más, como decía un célebre pintor, entonces hasta la puntuación, sobre todo esos blancos que son la respiración silenciosa, el hálito detrás de lo dicho, se vuelven imagen en la poesía de Marosa». Blancos que a mí me evocan los silencios musicales no ya de un Cage, sino de un Takemitsu o una Gubaidulina. Porque esa música indomable y luminosa que yo nombraba antes, suena a lo largo y a lo ancho de todo el quehacer giorgiano, inquietante y mistérica. La poesía -la prosa- de Marosa tiene la justeza expresiva precisa pese a su desencadenado fluir. Su mundo poético, esa «zona erizada y deliciosa» en la que habita desde niña, es alucinado, onírico, y en él viven, son y proliferan, distanciándose y entremezclándose, espectros y madreselvas, rosas y caballos, corzas y azahares, renos y uvas, miel y ángeles y mariposas y cerezas y unicornios y lobisones y encajes y colibríes. Y hay adolescentes ardorosos y muchachas delirantes, y unas viejas extrañas, mitad brujas, mitad hadas. A veces, uno cree estar leyendo a Andersen; otras, a Poe o a Lord Dunsany; pero a través de una eclosión verbal más afilada, más vibrante y rumorosa: como encendida.

Cruzan los personajes de Marosa, que tienen nombres de leyenda medieval —Arabela, Aralda, Azalea...— bosques secretos. Ella nació en Salto y en el bosque transcurrió su infancia; este período --«la edad del bosque», llámala ella— influyó poderosamente en su formación, en toda su obra, luego. En uno de sus pocos poemas en verso, ha confesado: «Mi poesía —si existe— es la sombra de aquel tiempo». Nada más cierto. Ella conserva imborrable aquel impacto de verdor, belleza y miedo que, cada amanecer, posaba en sus ojos infantiles la vegetación exultante que la rodeaba; así también la casa que acogiera a los suyos, memorada ya en la primera línea de su obra como «un cascarón macabro», pero que un día, «antes de la lluvia», fue lumbre y alegría: «Tuvo la casa su edad feliz, antes de la lluvia y cuando las flores; cuando el laurel rosa y el laurel blanco y la magnolia que, para diciembre, fabricaba docenas de tazas de porcelana, y el ceibo con sus orquídeas duras, sus langostas rojas y preciosas, el ceibo como el árbol de una Navidad de héroes, de una Navidad sólo para héroes, y el romero de aroma morado, fuerte, como un bloque de aroma, y la tenue violeta de los Alpes, y sobre todo las yucas, rodeando todo el olivar y toda la heredad de grandes y potentes candelabros».

Preguntándose acerca de la clave que hace inconfundible la voz de esta americana con raíces latinas (sus padres, Pedro di Giorgio y Clementina Médici, tenían su ascendencia en la aldea ítala de Lusana), Wilfredo Penco, suma, entre otras cosas, audacia imaginativa a potencia removedora —¿y por qué no renovadora?—, con el resultado de un «mundo y un lenguaje únicos en la literatura hispanoamericana». Unicidad que deviene difícilmente clasificable y por ello de una rotunda originalidad. Escribe Marosa: «Mi vestido se hunde en las bromelias y más allá no hay nada». Pero sí: un temblor inédito de seducciones y enigmas.

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