Hebert Benítez Pezzolano

El realismo literario de Marosa di Giorgio

Enfrentarse al conjunto de la creación de Marosa di Giorgio significa, ante todo, experimentar la fundación de un mundo autónomo, es decir, la continua consistencia de un espacio cuya presentación unitaria e independiente alcanza la dimensión de un ser en sí mismo a través de la escritura. Situados en las tramas de unas imágenes que en todos los casos ponen en vilo eventuales sinonimias de creación poética como ‘representación’, muchos lectores reconocen la potente imporosidad  que la mimesis marosiana construye con respecto a lo que ordinaria y empíricamente podemos considerar como estatutos de “realidad”. Probablemente mucho del impacto de su obra tenga que ver, entre otras cosas, con la radical elaboración de una subjetividad que se comporta inmediatamente en los términos de una desafiante transubjetividad: la voz que refiere no admite el carácter inexistente ni arbitrario del mundo referido.


La poesía de Marosa di Giorgio hace a una de las construcciones estéticas más rigurosamente extrañas y cerradamente coherentes  -hasta cierto punto cabría hablar de autonomismo autárquico-, del panorama literario uruguayo y latinoamericano. Sus operaciones miméticas no entablan un verosímil aspectualmente cercano a eso que, de una manera imaginativa y sin pensar mucho en Jacques Lacan, solemos denominar (con cierta inmediatez sin inocencia, claro) “algo real”. Son operaciones sin énfasis declarativo, con una fuerza tal de instalación de mundo que las categorías de ‘ficción’ y ‘realidad’ devienen en funtivos de una función insuficiente. Las creaciones de Marosa di Giorgio son inquietantes, también, porque ésa y otras dicotomías pierden a priori funcionalidad descriptiva.
El conjunto de sus títulos, mayoritariamente reunidos en Los papeles salvajes, se nos aparece, según señaláramos en otra parte,  como una saga única desenvuelta en distintos tiempos, saga que se proyecta a través de los años a la manera de una voluta infinita, creada a partir de un movimiento de baja variabilidad y permeabilidad de los contextos sociales, en todos los órdenes de la escritura. En otras palabras, la historia de sus textos ofrece una serie de variaciones asociables con un presunto núcleo significante que parece no cambiar, fenómeno que termina por volver raramente reconocible cualquier composición o, incluso, desprendimiento textual de Marosa di Giorgio. Ciertamente, la “unidad” de su obra adopta, a su vez, una forma de darse y de tornarse impredecible a cada instante, mediante el juego de un verosímil asemejable al desarrollo de la madeja de un sueño.
Por lo demás, conviene no olvidar el patente, disruptivo e indecidible espacio de infancia que atraviesa esta escritura. Por cierto, el mismo no puede equipararse, simplificadamente, con postulaciones autobiográficas, al estilo de una evocación narrativa de los tiempos de la niñez perdida, tiempos discursivamente separables y, por lo tanto, en los que la actual voz poética ya no viviría. Al contrario, los tiempos de infancia y los de edad adulta sólo se resuelven en la medida de una fusión, de una síntesis a priori de esta obra, entre los que una memoria capaz de reconstruir los contornos claros de la “puridad” en términos simples y enclavados en estructuras espacio-temporales (o infancia o adultez) no tiene lugar.   
De la misma forma que ‘infancia /edad adulta’, las dicotomías ‘ficción /realidad’ y ‘pasado /presente’ se vuelven, así comprendidas, construcciones epistemológicas tensionadas a la hora de dar cuenta de este mundo poético que, al parecer, las desconstruye de antemano. Así, tampoco resulta adecuado estabilizar un orden mediante categorizaciones, o incluso meras nociones, del tipo de ‘lo fantástico’, ‘lo maravilloso’, ‘lo extraño’, ‘lo feérico’o ‘lo mágico’. Sus poemas y narraciones novelescas son estrictamente “salvajes” en la medida en que consiguen huir de semejantes categorías descriptivas, las cuales al fin de cuentas presuponen, aun en espacios de incertidumbre, una cierta imagen intersubjetivamente validada de la realidad. No es que resulte improbable crear categorías flexibles  para abordar los textos de Marosa di Giorgio, pero en cierta forma las mencionadas construcciones en clave de ‘lo’ (‘fantástico’, ‘extraño’, ‘maravilloso’, etc.), poco tienen que decir. Por eso, las eventuales “aplicaciones” de las mismas, tales como por ejemplo las emplea Todorov , sólo resultan productivas si se aceptan al costo de padecer una pérdida considerable de sus estructuras nocionales. Vale decir que si los textos de la escritora salteña generan una obra que absorbe las categorizaciones para devolverlas bajo la impronta del reduccionismo, ello implica una visible denuncia de la impotencia descriptiva de las mismas. La crítica literaria aún deberá ensayar explicaciones acerca de cómo la “irrealidad” de estos mundos se comporta de manera análoga a la supuesta “realidad” del que solemos convenir como nuestro. Pero insisto, sólo se comporta, se naturaliza y hasta parece que se le parece: uno sale al huerto que las palabras de los textos marosianos refieren, y en verdad es como cuando uno sale a cualquier huerto, pero resulta que ese huerto no es cualquiera y hay, por ejemplo, un diablo allí, no una imagen que nos haría pensar asociativamente o simbólicamente en ese diablo, ya que el diablo irrumpe con una fuerza que cabría llamar óntica. En cierta forma, el salvajismo de su  escritura pone en vilo las casillas clasificatorias cuya función es alcanzar una estructuralidad capaz de civilizar el proceso creativo, buscando distintas funcionalidades definibles, tales como unidades temáticas regulables, constantes estilísticas, estabilidades tropológicas, etc., en suma, un campo fictivo controlable.
Sus poemas y relatos (no está de más seguir insistiendo en el carácter narrativo de su poesía, así como en la continuidad del efecto poético de su narrativa) empujan de inmediato, evadiendo preámbulos y túneles -a la manera de Lewis Carroll en el descenso de Alicia-, ya que carecen de gestos o de pactos tranqulizadores con los lectores, tales como los de espacio mítico, alegoría o las ya aludidas categorías miméticas de presentación no realista. Ahora bien, en la obra de Marosa di Giorgio la realidad se entrega mediante una expansión mayor e incalculable. Una portentosa imaginación –se sabe que esta atribución es insuficiente y problemática- en lo que va de Poemas (1954) y Humo (1955) hasta Flor de Lis (2004), no denota el esfuerzo, el trabajoso énfasis que conduce a un espacio maravilloso  (maravilla que, repito, no deviene en una categoría de relación con los realismos canónicos), el cual no se da en los términos de un lenguaje desafectado de los rasgos de su objeto. Por decirlo de otra manera, la maravilla de este mundo marosiano no se da a través de un uso no “maravillado” del lenguaje. El lenguaje y la maravilla (que deviene en tanto objeto de la inventio) entablan una continuidad tal que se enrollan y se tejen el uno sobre el otro, hasta llegar –y el “hasta” corresponde a un tiempo nuestro, no a la efectiva simultaneidad que hace implosión en la obra- a convertirse en una entidad compleja y cuya discernibilidad sólo parece posible de acuerdo a dicha fuerza reticular.


II



El mundo de la obra de Marosa di Giorgio es estrictamente sólido en el sentido de que la magia  de sus huertos no se entrega al truco de la alegoría. Sus textos –“son cosas como de fábula”, me dijo un día (las cursivas son mías, y procuran atender a la relatividad de esa atribución)- se presentan como materializaciones verbales que refieren a entidades que postulan una existencia no imaginaria. Vale decir que obtienen un estatuto de remisión, en dicho sentido, realista, fenómeno sobre el que en trabajos previos propuse una serie de consideraciones.  En ello radica su efecto inquietante, al que incluso cabría conferir un rasgo “testimonial”, pues el lector no descansa fácilmente en planos de ficción que pudieran conducir a la vereda del símbolo de contexto alegórico, fenómeno sobre el que más adelante me detendré.
Roland Barthes, en su ensayo “El efecto de realidad”,  distingue dos clases de verosimilitud. Si bien lo hace con referencia al acontecimiento de la descripción, sus observaciones me resultan extensibles al presente planteo. Para Barthes, la verosimiltud referencial es aquella ligada a distintas formas de realismo articuladas con una opinión general sobre la verdad, es decir que se trata de una construcción francamente deudora del concepto de verdad aristotélico, en cuanto la verdad es decible mediante una proposición adecuada a los hechos. No obstante, el ensayista francés reconoce otra clase de verosimilitud que no queda sometida al concepto y práctica precedentes. En ella, poco importa la referencia a la verdad así concebida, pues dicha verosimilitud permite, por ejemplo, la colocación de olivos y leones en un país nórdico, o, quisiera yo agregar pensando en las creaciones marosianas, apariciones de la Virgen María, sin énfasis de postulación imaginativa, en los huertos y jardines. Se trata, en palabras de Barthes, de la verosimilitud discursiva, aquella en que “son las reglas genéricas del discurso las que dictan su ley”.  Es dicha verosimilitud la que constituye nuevas expectativas, en tanto nos enseña a situarnos en un necesario grado de fractura de la representación, tal como ocurre en los textos de Marosa di Giorgio.
Ahora bien, de pronto encontramos en la obra de la escritora salteña un movimiento más inquietante todavía. El mismo se produce cuando leemos, por ejemplo, esa expresión radical que aparece en Clavel y tenebrario: “Lo cuento, ahora, que, ya, parece cuento”. En efecto, el “parece” y el “ahora” –en un conjunto detenido y rarificado por el ralenti sintáctico que ocasiona la disposición pausal-  nos traen la memoria incalculable de un pasado en el cual aquello que fue, no toleraba la noción de cuento, entendida en términos del fingere que funda el estatuto ficcional. El tiempo y el discurso presente fabulizan, pero hay un núcleo perdido infabulable. Así, el poema marosiano es y no es restauración. En todo caso, si se quiere admitir alguna forma de la misma, será bajo los efectos detonadores de las estabilidades canónicas del realismo. Precisamente, creo que es éste su otro efecto de realidad: huevos que suben desde jarrones, en compañía de flores y pasteles fugados de la mirada domesticadora de una mimesis pacificada, proponen el exceso de un sujeto poético con actitud “irresponsable”, como acertadamente afirmara Roberto Echavarren en un trabajo de referencia obligada. 
La realidad emergente de esta “mimesis inhumana”  -desde la cual se produce una idea del “mundo” de Marosa di Giorgio-, realidad que carece de lugar admisible en la retórica de los realismos, alcanza una estatura y un estatuto implacablemente innegociables, como si –esta vez en términos lacanianos- se rasgara el registro simbólico mediante dimensiones proyectivas de lo real. La crudeza y la “barbarie” de sus significantes, la trama incivil que despierta al lenguaje de sus perfiles reificadores, quizás resulten explicables en esa medida: la de una implicatura que desborda lo simbólico en el mismo momento en que dicho registro ocupa necesariamente el lugar.



III



Desde un punto de vista muy distinto, voy a retomar ahora, sucintamente, el tema del símbolo alegórico como dispositivo tropológico inviable a los efectos de una lectura de los textos marosianos. En primer lugar, deseo aclarar que soy consciente de estar sugiriendo desde el principio una noción sensiblemente peyorativa de ‘alegoría’, y que ello, si bien constituye una limitación, también es consecuencia de la existencia y extendida funcionalidad de la misma en tanto que ‘figura’. No dejo de reconocer que en cierto modo me hago eco de la tradición anti-alegórica que procede de Göethe y del primer romanticismo, que opone el símbolo a la alegoría, con un clara opción por el primero, a los efectos de identificar el comportamiento específicamente literario. 
Más allá de afrontar una posible discusión sobre ideologías románticas, quiero decir que pensar la obra de Marosa di Giorgio en términos alegórico-figurales supone una reducción fatal para el tipo de sentido que se juega en ella. Si así fuera, la escritura se fosilizaría en el orden de una función vehicular, absorbiendo roles instrumentales que señalarían la prioridad de otro discurso siempre precedente y al cual los significantes alegóricos deberían finalmente conducir, por tratarse del irreductible significado generador. En otras palabras, que las materialidades significantes, con toda su referencialidad, operarían bajo la forma de un desvío que se debería descifrar en el plano de un significado hipercodificado y necesariamente actualizable. Precisamente, y tal como sostiene Michel Charles, siguiendo a Fontanier,

La metáfora difiere de la alegoría como el proceso de identificación difiere del proceso de asimilación: la identificación confunde los objetos; la asimilación preserva el carácter propio de cada objeto (...) En la metáfora, el espíritu no considera más que un objeto; en la alegoría, éste considera dos. La “metáfora continuada” no es, pues, una alegoría.

Efectivamente, en los textos de la autora de Los papeles salvajes no parece existir esa estabilidad que brinda el contrato alegórico; no hay una evidencia de que, entre otras cosas, seres, paisajes y acontecimientos desvanezcan sus materialidades y las de sus historias para dejarse sustituir por las propiedades de una representación encargada de preservar “dos objetos”. Si acaso admitimos un devenir metafórico continuado, es conveniente aclarar que ello es productivo sólo bajo el requerimiento de una renuncia a nombrar significantes presumiblemente situables en un “afuera” de dicho devenir, ya que el proceso de identificación marosiano se vuelve absoluto: no concede sitio para ese afuera. Más decisivamente aún, el comportamiento asimilativo carece de lugar y es resistido en una escritura cuyo espacio de autonomías no se deja “civilizar” –y sus “papeles” son “salvajes” en esa medida- por medio de funtivos alegóricos. En uno de los poemas de La falena (1987) leemos:

Mientras, cae la tarde, se enciende la luna, de golpe, como un fuego, Y en la sombra, hay dos seres que se enlazan, y no sé si son tigres, son abejas.

Esos seres no están en el lugar de otra cosa; la duda poética –o tigres o abejas- nunca es la duda sobre la efectiva existencia de esa entidad sino su confirmación en un contundente espacio de posibilidades: no surge como guiño figural para la representación de un significado trascendente, porque está dentro de las leyes de estos huertos que haya tigres tanto como abejas. Si la opción por las abejas instala un verosímil que promete cierto “principio de realidad”, la contigüidad con los tigres lo deshabilita de inmediato. Mucho menos, estos tigres y abejas corresponden a un eventual bestiario alegórico. Son visiones de lo que está ahí, factualidad de animales e inminencia de humanidad, en un juego abierto e indeterminado de desplazamientos; porque no representan, por ejemplo, acciones, pasiones o moralidades humanas: las mismas están contenidas en la tensión de las lecturas, pero no se genera un pacto que proponga operaciones de sustitución. Efectivamente, este “no saber” qué es lo que hay, en lugar de debilitar la materialidad de la visión, la fortalece.  Tal como señalara Echavarren, la obra de Marosa di Giorgio exige que “nos abandonemos a la experiencia, en un lugar visionario de la escritura”.  Esta dimensión visionaria no sólo es patente sino que alcanza giros metapoéticos que la definen como una fatalidad originaria y un placer en esa fatalidad. Ello puede verificarse ampliamente en el poema 68 de Clavel y tenebrario (1979), también recogido en Los papeles salvajes, el cual, casi a modo de conclusión, transcribo íntegramente:


¿Qué son esas formaciones, que, de pronto, surgen en cualquier lado, en un rincón del aire, en un escondrijo de la pared?
Desde chica las estoy viendo.
Aparecen, de tanto en tanto.
Parecen cánceres, panales, dentaduras?
No puedo explicar bien, nada a nadie, pues nadie lo ve y no lo entendería.
¡Cómo se forman los cuartitos, y arriba, los conos, y otra vez, los cuartitos y los conos, y todo soldado por hilos e hilos que le dan más realce y fortaleza!
Estoy maldita, condenada a eso.
Y hay cierto agrado en la cuestión.     


NOTAS

En cuanto a los niveles de coherencia en el discurso marosiano, véase aquí mismo la apreciación de Leonardo Garet, en  “Visiones y poemas. El libro bajo llave”. 

Benítez Pezzolano, Hebert. “Otra vez Marosa. Visiones reales”, Montevideo, El País Cultural, Nº 428, noviembre 1997, p. 13.

Aunque se trate de una escritura diferente de la de Marosa di Giorgio, no dejan de ser orientadoras las observaciones de Edmundo Gómez Mango sobre  “las infancias de la escritura” en la narrativa de Felisberto Hernández. Desde una lectura explícitamente psicoanalítica, Gómez Mango sostiene que el autor de Nadie encendía las lámparas “reconstruye el mundo de infancia que todavía habita, la relación en la que el niño disponía sus “cosas”, y que es, sin duda, análoga a la que el escritor mantiene (en la que se tiene y se pone) con sus palabras escritas” (Edmundo Gómez Mango, “Las felicidades de Felisberto: las infancias de su escritura”, en: Vida y muerte en la escritura. Literatura y psicoanálisis, Montevideo, Trilce, 1999, p. 78).  Si bien las operaciones escriturales de “regresión” infantil no poseen la misma condición significante en Felisberto Hernández y en Marosa di Giorgio, resultaría importante admitir una lectura en dicha orientación, es decir en cuanto también en la obra de la poeta las posiciones de lo infantil fundan y engloban la inquietante continuidad entre el acto recordatorio, el deseo y la invención dentro del espacio de la literatura. Por otra parte, vale la pena pensar toda la corporeidad de las acciones performáticas –las actuaciones públicas del cuerpo de la voz y de la voz del cuerpo- de Marosa di Giorgio con relación a esa inquietante coexistencia regresivo-progresiva de la infancia.

Todorov, Tzvetan. Introducción  a la literatura fantástica (1970). Buenos Aires: Ed. Tiempo Contemporáneo, 1972. A propósito, son interesantes las objeciones de I. Bessière a los planteos de Todorov  sobre la literatura fantástica. Entre otras cosas, Bessière sostiene que lo fantástico no contradice las leyes del realismo literario, pues dichas legalidades devienen en las de un “irrealismo” cuando se entiende a  la actualidad en términos completamente problemáticos (Le récit fantastique. Paris: Larousse, 1974).

Resulta más que sugestivo el enfoque planteado Roberto Echavarren, el cual vale la pena transcribir:  “[En las creaciones de Marosa di Giorgio] la experiencia fantástica suele aparecer como una condena más que un beneficio, un acontecer irremediable que atenta contra cualquier equilibrio y tranquilidad: "Yo quedé harta de esa repetición, reverberación." Es siempre una tentación insensata, implica una inquietud, un peligro. Dentro de esta poética del desastre y la acentuación de figuras de ambición excesiva y autodestructora, tampoco hay una distinción valorativa entre fuerzas del bien y del mal, entre dios y el demonio. Queda claro en cambio que las gratificaciones no son literales. El menú de los relatos de Marosa consiste en manjares apenas comestibles, escasamente alimenticios, incapaces de calmar el apetito. El objeto del deseo -en contraposición al apetito liso y llano, al hambre aplacada por la saciedad después de haber comido- es fugaz, inasible, insatisfactorio, una gozosa tortura”. Véase “Marosa di Giorgio”, en Henciclopedia, http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Echavarren/MarosaDiGiorgio.htm.

Luis Bravo, teniendo en cuenta nociones planteadas por Roger Caillois, propone la categoría de “maravilloso negro”, a los efectos de describir el universo marosiano. Para mayores detalles, véase “Las nupcias exquisitas: Marosa di Giorgio y el collage onírico”, en Cuadernos de Marcha, AñoXII, Nº129, Montevideo, Julio 1997.

La palabra “magia”, que no obstante vuelvo a emplear aquí, es una de las de mayor y ya gastada referencia por parte de lectores y críticos con respecto a la obra, mundo, poesía, etc., de Marosa di Giorgio. La misma adopta, al menos, una orientación ambivalente. Por un lado (y, naturalmente, descartando en lo posible las adhesiones más snob, que tanto abundan últimamente alrededor de la figura de Marosa), su uso entraña significaciones admirativas acerca de una genialidad inédita y no signada por cierta conciencia constructiva de la obra. Es decir que se trataría de un desborde creativo asociable con estéticas de filiación  romántico-surrealistas, así como, en un orden que merecería otros comentarios, neo-barrocas. Por otra parte, la apelación al término “magia”, no deja de conceder una cierta renuncia descriptiva, en tanto la intrínseca inexplicabilidad de lo mágico contendría un enunciado de valor y un ilimitado sentido ciego e impenetrable encargado de detener, aun involuntariamente, hermeneúticas más analíticas.

Me refiero especialmente a  “Marosa di Giorgio en las bocas de la luz”, ensayo que incluí en Interpretación y eclipse. Ensayos sobre literatura uruguaya. Montevideo: Linardi & Risso/ Fundación Bank Boston, 2000.

Barthes, Roland. “El efecto de realidad” (1968), en El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1981, pp. 179-187.

R. Barthes, op. cit., p. 182.

Acerca de dicho procedimiento y sus efectos, véanse las apreciaciones de Ricardo Pallares en su estudio “Marosa di Giorgio. Liebre en marzo como en febrero”, en: Tres mundos en la lírica uruguaya actual (Washington Benavides, Jorge Arbeleche, Marosa di Giorgio). Montevideo: Banda Oriental, 1992, pp. 43-58.

Echavarren, Roberto. “Marosa di Giorgio, última poeta del Uruguay”, Revista Iberoamericana, Nºs. 160-161, University of Pittsburg, 1992.

R. Echavarren, “Marosa di Giorgio”, en Henciclopedia, op. cit.

Las consecuencias de estas afirmaciones son de  largo alcance en lo que concierne a concepciones sobre el significante literario, incluso para la teoría literaria contemporánea. Como mínimo digamos que si la trama alegórica supone un grado de transparencia de ese significante hacia un campo de abstracciones -una suerte de olvido de la materialidad significante en favor de cierta función “instrumental” encargada de reponer un significado que la trasciende de antemano-, el símbolo se le opone en la medida en que convoca la atención sobre su incanjeabilidad, instalando su potencia en la propia opacidad significante, la cual se abre así en múltiples posibilidades de crecimiento hermenéutico, atravesadas por una línea básica de indeterminaciones. Por otra parte, advierto que no tendré en cuenta la interesante propuesta efectuada por Walter Benjamin, quien rehabilita el concepto de alegoría evitando su limitada adscripción a la condición de figura. El planteo de Benjamín supera la idea de función alegórica como imagen de referencia a una mera entidad abstracta, para proponer otros niveles de descripción, densidad y articulaciones históricas que sobrepasan los propósitos de este trabajo. Véase en tal sentido, Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán (1928). Madrid: Taurus, 1990. 

Charles, Michel. “Le discours des figures”, Poétique. Revue de théorie et d’analyse littéraires, Nº 15, Septembre 1973 (pp. 340-364), Paris, Seuil, p. 359. (La traducción del fragmento me corresponde.)

di Giorgio, Marosa. Los papeles salvajes, vol. II. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2000, p. 155.

R. Echavarren, “Marosa di Giorgio”, en Henciclopedia, op. cit.

di Giorgio, Marosa. Los papeles salvajes, vol. I, op. cit., p. 223.

 

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